La iconografía de la Inmaculada en la catedral de Ourense
El 8 de diciembre de 1854 el Papa Pío IX proclama el Dogma de la Inmaculada Concepción en la Encíclica Infabilis Deus. Hasta llegar a esta proclamación, el camino fue largo debido a posiciones encontradas entre los teólogos y los posicionamientos de las órdenes religiosas, pues mientras carmelitas y franciscanos, a los que se sumarían después del Concilio de Trento los jesuitas, fueron ardientes defensores del dogma, los dominicos en un principio pusieron en duda la Concepción Inmaculada de María. En general la sociedad laica también fue una entusiasta defensora, sobre todo la nobleza y la Corona, aun cuando el dogma no había sido admitido por la Iglesia.
Ya en fechas tan tempranas como el siglo XV cuando fallece, en 1445, María de Aragón, esposa de Juan II de Castilla, deja en su testamento que se funde una capellanía en honor de la Inmaculada Concepción. Unos años después, en 1466, se hizo en Villalpando el primer voto de villa conocido defendiendo que “ la Virgen María fue concebida sin pecado…”. También los Reyes Católicos y Carlos V defendieron la Inmaculada Concepción.
A comienzos del siglo XVII, fruto del Concilio de Trento, las reivindicaciones se intensifican y el Papa Paulo V proclama las decretales pontificias para intentar acallar a los detractores del dogma. Durante su reinado Felipe III puso todo su empeño para que este mismo Papa declarase dogma de fe la Inmaculada Concepción. La universidad de Salamanca, en apoyo de esta demanda real, jura defender el origen sin mácula de la Virgen y las Cortes de Castilla hicieron jurar también al príncipe heredero, el futuro Felipe IV, la doctrina de la Inmaculada Concepción antes de ser proclamado rey. Desde 1644 el 8 de diciembre es fiesta de precepto. El Papa Alejandro VII, en una bula de 1661, considera “piadosa creencia” la tesis de la Inmaculada Concepción.
Ya en el siglo XVIII, en 1760, a petición de las Cortes, el rey Carlos III solicita al Papa Clemente XIII la declaración de la Inmaculada Concepción como patrona de España. El Papa expide una bula ese mismo año proclamándola Patrona de los Reinos de España junto con Santiago Apóstol. Tiempos después concederá también privilegios marianos como misa propia los sábados o la invocación Mater Inmaculata en las letanías. La implicación del rey en este tema era tal, que cuando crea la Orden de Carlos III la pone bajo los auspicios de la Purísima Concepción, patrona de la Infantería Española, y exige a sus integrantes jurar adhesión a su persona y creer en la Inmaculada Concepción de María aún antes de que fuera reconocido el dogma por Roma. Una vez proclamado el dogma en 1854, se le concede a España, en 1884, el privilegio de poder utilizar ornamentos litúrgicos de color azul para la fiesta de la Inmaculada Concepción, con lo que se culminan todas las aspiraciones que durante siglos se habían solicitado a Roma.
Paralelamente a la reivindicación del dogma, en el arte se van fraguando unos modelos iconográficos que se inspiran, en gran medida, en el concepto y atributos de la Inmaculada Concepción que recogen las Sagradas Escrituras, los evangelios Apócrifos, las letanías Lauretanas u otros escritos. Es precisamente en el Apocalipsis cuando San Juan escribe: Apareció en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con una luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas. Está sentando la base del referente para la iconografía de la Inmaculada Concepción, aunque en un principio esta visión se asoció con la Asunción.
Será ya en el siglo XVII cuando se fija el prototipo de la Inmaculada Concepción y ello va a deberse, en gran medida, al pintor y tratadista Francisco Pacheco, que en el primer tercio del siglo coincidiendo con el fervor y defensa que se vivía de la Inmaculada Concepción y siguiendo las directrices que había establecido el Concilio de Trento, recomienda en su libro El arte de la pintura que se siga el modelo de “la mujer apocalíptica”. Más tarde Murillo llevaría el tema a sus últimas consecuencias con una visión más amable y creando unos modelos que aún hoy tienen seguidores. No obstante, la iconografía barroca con frecuencia unió los atributos marianos Tota Pulchra (sin mancha) del Cantar de los Cantares, con Amicta Sole (envuelta en el sol) del Apocalipsis. Esta simbiosis se transmitirá a los siglos posteriores con ligeras variantes o simplificaciones.
La catedral de Ourense posee varias imágenes escultóricas de la Inmaculada Concepción que conforman una interesante muestra que deja patente la difusión e interés de este culto marianista sobre todo a partir del siglo XVII.
Tres de estas imágenes forman parte de la colección del museo catedralicio. Las tres pertenecen al siglo XVII, siendo la más antigua una Virgen de la Concepción según consta en la inscripción de su propia peana. Atribuida durante años al escultor Francisco de Moure, hoy los estudiosos se inclinan más por un autor desconocido pero que pudo trabajar en el entorno de Francisco de Moure. La imagen, en actitud de oración y la cabeza inclinada, viste túnica marrón con un manto azul con estrellas: sorprende el color de la túnica por no ser propio de la iconografía mariana. De los otros atributos solo mantiene la luna bajo sus pies con las puntas hacia arriba.
Las otras dos piezas pertenecen al escultor Mateo de Prado, artista de gran prestigio que se había formado con Gregorio Fernández en Valladolid y que realizó obras importantes en la escultura gallega, ejecutadas en la segunda mitad del siglo y con una diferencia de apenas dos años entre ellas. La primera, que decoró el retablo del Dean Armada, aparece con las manos juntas en actitud de oración y ataviada con manto y túnica ennoblecidos con estampados de coronas, jarrones y flores, referentes a la simbología mariana. Sus pies pisan la serpiente entre la cabeza de tres querubines y el creciente lunar con las puntas hacia arriba. En la otra Inmaculada que también formó parte de un retablo, aunque más deteriorada, se puede apreciar un mayor dinamismo propiciado por la ampulosidad del manto. La inclinación de la cabeza y el desvío de las manos hacia un lado, lo que evita la rigidez.
En la segunda mitad del siglo XVIII, la catedral se enriquece con otras dos imágenes de la Inmaculada. Una de ellas se encarga, probablemente al escultor Luis Salvador Carmona, para colocarla en el nuevo retablo rococó que se acababa de construir en la capilla de la Concepción. Se trata de una imagen de gran belleza y finura dentro de los cánones de la época. Se representa con la cabeza circundada por las doce estrellas, la mano izquierda ligeramente apoyada sobre el pecho y la derecha extendida hacia fuera en un gesto retórico. Su indumentaria de pliegues grandes y holgados respeta los colores marianos, blanco para la túnica y azul con estrellas para el manto, enriquecidos con estampación dorada. A sus pies, el creciente lunar es sustituido por nimbos y por las cabezas de cinco serafines que aplastan la cabeza del dragón.
Cierra este interesante repertorio una pequeña imagen que se conserva en la Sacristía y que responde a unos esquemas, al igual que la anterior, en consonancia con el gusto del siglo, lleva la cabeza coronada por estrellas, va rodeada de los rayos solares, mantiene los colores blanco y azul para la vestimenta y a sus pies lleva cinco cabezas de querubines y dos ángeles de menor tamaño.