Ramón Conde entre las emociones y la razón
Después de siete años, el escultor ourensano Ramón Conde, ha vuelto a exponer en la sala del Centro Cultural de la Diputación de Ourense. Lo hace, según sus propias palabras, con una continuidad buscada y con una propuesta evolucionada de la muestra de 2012. Esto le permite al espectador percibir no sólo como el artista se mantiene fiel en sus convicciones y en los postulados de los grandes volúmenes plásticos, si no también observar como algunas de sus propuestas se ha afianzado en su catálogo a lo largo de estos años hasta convertirse en temas recurrentes, mientras el artista ha intentado ir desentrañándolos obsesivamente.
Estas dos exposiciones forman parte del compendio de la trayectoria del escultor en la última década, que se corresponde con una etapa de madurez plena, en la que Ramón Conde no se deja llevar por subjetividades ajenas, al contrario, es firme partidario de preservar la esencia de su obra y su propio universo.
A lo largo de toda su trayectoria artística, como el mismo reconoce, varió poco la esencia de su obra que fija su interés temático, desde un primer momento, en la figura humana bien sea masculina o femenina, o bien, como ocurre frecuentemente, en una síntesis de ambas. En todos estos años ha profundizado en su conocimiento, se siente fascinado por el desnudo, pero el cuerpo ideal no le interesa. Su anticlasicismo le permite una mayor transgresión en los volúmenes y en las medidas y ser más provocador y exagerado.
Otra constante siempre latente en la trayectoria artística de Ramón Conde es la dicotomía entre los criterios que deben regir la obra: racionales o emocionales. El escultor confiesa una mayor inclinación a estos últimos porque de la experiencia ha aprendido que el arte se presta más a lo emocional, a dar rienda suelta al subconsciente, llegando a superar las barreras de la estética por mucho que en ocasiones al artista le quiera imponer la razón.
Ligados a esta dicotomía aparecen “las gordas/gordos”, pilar fundamental en su estética y aunque a veces al espectador se le pueden presentar en una primera mirada enmascarados por sus adiposidades y por una naturaleza distorsionada, la realidad es que desde el punto de vista formal tienen una equilibrada distribución del volumen y un predominio de la simetría, sin que ello impida en algunos casos que en las formas orgánicas de algunos cuerpos el escultor evoque la suavidad de la orografía gallega.
Ya en un segundo estadio, su ambigüedad desconcierta, crea dudas y lleva a la reflexión. Pero el artista puede conducirnos todavía más allá porque él conoce la carga asociativa y dominante que tienen estas obras en ese mundo de imágenes obsesivas que pueblan su creatividad y que unas veces, según las épocas, sus formas opulentas se presentan voluptuosas, agresivas o sumisas. Pero siempre con la dualidad irresoluble de hombre-mujer o joven-viejo.
En las exposiciones de Ramón Conde sus instalaciones, en las que pone mucho énfasis, no dejan indiferente al visitante. Sin ninguna otra escenografía que la gestualidad de las propias figuras y la relación entre ellas y el espacio, el artista se muestra, unas veces irónico, otras narrador y la mayoría de las veces se manifiesta muy crítico con todo aquello que puede convertirnos en rehenes de la sumisión, bien sea en el orden social, político o personal. Las piezas que las integran tienen sentido tanto solas como en conjunto, no existe un lugar determinado para cada una de ellas y cambia la narración según se introduzca un significado político, cultural o social.
Encontramos dos ejemplos interesantes de estas instalaciones en esta última exposición, se trata de “El fanfarrón” y “Recuerdos de otros tiempos”. La primera es una reflexión sobre el problema de la comunicación y a pesar de su tono irónico, no se trata de una mirada complaciente, sino crítica sobre un tema tan actual.
“Recuerdos de otros tiempos” es un alegato contra la sumisión al líder, a las autoridades equivocadas, ayer y hoy, siempre presente en nuestra sociedad. En esta instalación la figura del líder, vista ya en otras exposiciones e instalaciones, es la que más obsesiona y apasiona al artista como símbolo de poder, de la ideología y del sometimiento a la autoridad. Ramón Conde consciente, o bien de manera inconsciente, elige para definir formalmente los rasgos y la personalidad de este, aquellos que la escultura oficial de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX impone para los modelos que representaban el culto al héroe: axialidad, frontalidad, simetría, gigantismo, corpulencia, brazos cruzados y desnudez. Así se sumerge en un realismo que envía un mensaje nítido.
En la escultura de menor tamaño el escultor se encuentra a gusto y más desinhibido. El resultado son obras en general de carácter más irónico, sus masas a veces se “derraman” con libertad y dinamismo creando nuevas formas. Otras crean equilibrios imposibles y otras vuelven la mirada a maestros del arte: Maillol, Henry Laurens o Miguel Ángel.
En “La noche” cuyo subtítulo es “Homenaje a Miguel Ángel” el artista evoca “La noche” del sepulcro de Juliano de Medicis del escultor florentino. Ramón Conde en este homenaje concibe “La noche” concentrada en una condensación de masas plásticas que invitan al espectador a explorar sus múltiples puntos de vista deslizándolo de lo figurativo a lo abstracto y de lo envolvente y poderoso a lo dinámico e inestable. En esta obra predomina la forma plástica con independencia de los otros significados.
Para concluir hay que tener en cuenta que en la obra de Ramón Conde no podemos dejarnos guiar solo de las apariencias, que debemos ir más allá, pues el mayor catalizador de su fuerte estilo artístico, radica en las experiencias personales sentidas de manera muy subjetiva y que acaban creando un lenguaje visual propio, al que también contribuyen las referencias personales y sociopolíticas vividas y sobre todo la autoexigencia del escultor de alcanzar la conciliación entre las emociones y la razón.