Esto no puede continuar así con el todo vale cuando se trata del turismo. En primer lugar, cómo se entiende que un país, considerado en teoría una potencia económica europea, tenga el turismo como su principal fuente de recursos y que no solo da la situación por normal, sino que se vanagloria de ello. Es evidente que con estas expectativas y conformismo nunca vamos a estar preparados para competir en otros sectores más propios de una gran potencia.

Admitiendo lo arriesgado de esta situación, nos queda aún la oportunidad de intentar reconducirla y si nuestros políticos no tienen tiempo para tomar medidas que la reconviertan porque están “a otra cosa”, hagamos nosotros un stop, reflexionemos, exijamos medidas inmediatas y también a medio y largo plazo que controlen la gallina de los huevos de oro que tanto beneficia, a día de hoy,  a una minoría y que tanto sufre una mayoría.

La propia hostelería debía de reaccionar en lugar de dejarse arrastrar por esta situación, que no se puede sostener por mucho más tiempo. La industria seria debía percatarse que están viviendo una bonanza más de “especuladores” que no piensan en el futuro ni en perdurar, sino que se mueven de un lugar a otro con la masa buscando lo que eufemísticamente llamamos “oportunidad de negocio”, que en esta ocasión lo genera la masificación sobre todo estival.

El turismo no es pues la gallina de los huevos de oro que todos los días machaconamente nos venden los telediarios aliñado con una dosis de optimismo veraniego del propio turista que a su vez nos bombardea, a nada que el entrevistador le pase la “alcachofa” a sus manos, con que feliz soy en el chiringuito, la cañita, el terrraceo y ahora con el tardeo… ¡Jesus!, añado yo.

El incremento de los precios según el IPC registrado por el INE fue de un 19,6 % en alojamiento y un 15,2 % en restauración. Se prevé una llegada de más de 85.000.000 de turistas a lo largo del 2023. Estas subidas sin precedentes en el turismo y la falta de una acción política responsable, ha llevado a que lo que nos quieren vender con tanta euforia no es más que un caos que solo beneficia a unos cuántos. 

Con esto se ha creado un ir y venir de gente, que viaja más, pero para menos, difícil de asimilar en muchos lugares sobre todo costeros. Los precios han subido y mucho, pero siempre hay solución. En el piso que antes se metían cuatro, hoy se meten ocho. Además, los pisos turísticos se adaptan a las demandas de espacio, capacidad y tiempo según conveniencia. El turista pasa más tiempo en la carretera, el aeropuerto o en el ascensor, subiendo y bajando maletas, para desesperación de los inquilinos más estables, que en el lugar de destino ¡que trasiego!.

Se habla de que hay que ir a un turismo de calidad, convirtiendo la expresión en sinónimo de precios más altos. Sin embargo, esta no radica siempre en la mayor disponibilidad económica del turista, sino que hay que valorar la educación, el nivel cultural e incluso el intercambio cultural. Y cuando digo esto no me estoy refiriendo a un turismo de “catedrales”, no, esto tiene cabida en un turismo de playa y diversión. Para lograrlo sería pieza imprescindible una educación para el ocio que abarcase no solo aspectos lúdicos, sino también sociales, de convivencia y respeto a la gente y los entornos. Dentro de este apartado sería necesario que existiesen unos auténticos gestores políticos que velasen por el bienestar de sus vecinos y la adecuada conservación de sus pueblos, en lugar de “dejarse cegar” por la falsa prosperidad de la masificación turística, que solo trae la huida de un turismo más reposado y estable de propietarios y de alquileres más prolongados,  que distribuye sus gastos en los diferentes comercios de la población y no solo en los establecimientos ligados a la hostelería.

Tenemos que armonizar nuestro disfrute con el bienestar ajeno, con el deber de preservar nuestros recursos naturales y artísticos, para generaciones posteriores, pues tienen fecha de caducidad y nosotros no somos más que sus depositarios.