El Bachillerato y la Flexibilidad
El día 15 de marzo de 2009 publiqué en el diario La Región de Ourense un artículo titulado “El Bachillerato y la Flexibilidad”. De aquellas estaba en el Gobierno Rodríguez Zapatero, que llegó a aunar en un solo ministerio Educación y Política Social. Hoy, 8 de abril de 2022, 13 años después, compruebo que nada ha cambiado, que “todo sigue vigente”, salvo que a las leyes citadas habría que añadir la LOMCE y la LOMLOE, fracasadas antes de echar a andar. Por más que releo no veo un solo párrafo que en una adecuación al día de hoy, se pudiese suprimir, excepto algún tanto por ciento que han conseguido maquillar a base de regalar aprobados.
Uno de los aspectos negativos del sistema educativo español es la inestabilidad normativa. En pocos años hemos ido viendo cómo se han sucedido varias leyes en Educación, LOGSE, LOCE y LOE que sumaron, a las luces y las sombras de su propio articulado, la falta del imprescindible consenso social y político. En este marco se incluye el Decreto que fija la estructura y contenidos mínimos del bachillerato y que ha sido anulado por el Tribunal Supremo por considerar que carece de cobertura legal y altera el régimen regulador de la LOE.
Esta sentencia no ha hecho más que poner en evidencia el desconcierto que existe en nuestro sistema educativo. La ministra se defiende de semejante varapalo alegando que la finalidad del decreto era flexibilizar el bachillerato. Sin embargo, la flexibilización de la ministra no es percibida como tal, sino más bien como un intento de maquillar los malos resultados que, año tras año, obtienen los alumnos españoles en las pruebas internacionales. También trataría la de ocultar la incapacidad manifiesta de cumplir con los objetivos de la cumbre de Lisboa, en la que se estableció como meta el año 2010 para reducir el abandono escolar a cifras inferiores al 10% -hoy estamos en torno el 30%-, y para que el 85% de mayores de 22 años tenga terminada la enseñanza secundaria.
Sería aconsejable que, en lo que respecta al bachillerato, la ministra comenzase por reflexionar antes que por flexibilizar. En primer lugar, nuestros alumnos, si nos atenemos a las baremaciones internacionales, llegan al bachillerato con un índice de conocimientos por debajo de la media de los países de la OCDE. En segundo lugar, la duración de dos años del bachillerato no solo lo deja raquítico, sino que lo convierte en el más breve de Europa. En tercer lugar, su currículo está sobrecargado de asignaturas, alguna de las cuales son de escasa o nula utilidad para alumnos de estas características, lo que las hace perfectamente prescindibles. En cuarto lugar, igualmente de prescindible resulta el actual sistema de selectividad. Y en quinto lugar, la existencia de diecisiete bachilleratos diferentes desvirtúa no solo de contenido de algunas asignaturas, sino de todo el ciclo.
Por lo tanto, reflexionemos sobre la necesidad de reformas significativas y urgentes que necesita nuestro bachillerato y que van más allá del incremento del gasto, pues no siempre los resultados obtenidos están en consonancia con los recursos económicos empleados y ese es nuestro caso a pesar de la escasez de medios que el Gobierno dedica a Educación y de haber desmantelado el Ministerio para convertirlo en “asunto social”.
Los malos resultados de la educación obligatoria, antesala del bachillerato, deben alertar para obligar a arbitrar sistemas que detecten en los primeros años de la secundaria, e incluso en la primaria, las insuficiencias en la formación. Esto permitiría subsanarlas a tiempo, para que los alumnos accediesen al bachillerato no solo libres de lastres que los puedan conducir al fracaso y al abandono escolar, sino también con una base de conocimientos básicos sólidos.
El bachillerato español requiere adecuarlo al espacio común europeo. Para ello es imprescindible poner mayor énfasis en su diseño que ineludiblemente tiene que afectar a su duración y a su calidad, la cual debe incluir valores como el esfuerzo, la responsabilidad, la capacidad de superación, la iniciativa o la excelencia.
Por último, la evaluación del rendimiento escolar de nuestros jóvenes, tanto dentro de nuestro propio sistema escolar como del internacional, no debe llevarse a cabo con trampa por el mero hecho de salvar unas estadísticas. Enfrentémonos de manera definitiva y con el consenso de todos los sectores, político, social y docente, al problema de solventar nuestra incapacidad para dar el salto de la cantidad -que primó en los años setenta y que estaba muy justificada por la necesidad de la universalización de la educación- a la calidad imprescindible en el siglo XXI si queremos medirnos con nuestros socios europeos.